domingo, 14 de enero de 2018

La peste. Primera temporada.

Se quedan cortos los primeros seis episodios de La peste. Dicen en la serie, desde el principio, que en aquella Sevilla que quería ser capital del reino, rica y pobre, antónimos en un mundo de sinónimos de mierda, el personal moría fundamental de cosas: hambre y peste. Dependiendo de la época, de la coyuntura braudeliana, metidos en tiempos cortos y largos, unas veces más de peste, unas veces más de hambre. El asunto estaba así. Al Guadalquivir llegaban gentes buscando el milagro de salir adelante. O el milagro de ir a América, si la Casa de Contratación te dejaba. Ilustra muy bien la peste las dos Sevillas. La del poder, con su consejo municipal y sus intrigas, la de los comerciantes que son los que realmente mandan en la ciudad (nada nuevo bajo el sol moderno), con sus mierdas políticas que prefieren intrigar antes de informar sobre la enfermedad antes de declarar la epidemia. Por otro lado, la Sevilla de los pobres, de las chozas en las que se muerte de hambre y de peste, en la que los luceros roban a los borrachos, la de la superstición y las trampas de las julleras. Y en mitad de ese mercado, se retrata una sociedad que en algunos aspectos, era menos hipócrita que la de ahora. Esas mancebías controladas por ayuntamientos e Iglesia en la que era legal trabajar desde los doce años. Con este retrato, el pasado, ese que según Montero Glez, "o se olvida o se magnifica", vuelve con una puñetazo en mitad de la mesa para traer a un personaje huido llegado de Toledo con muchos asuntos que esconder. Con el Betis de fondo, se encuentran cadáveres, se buscan protestantes, el Santo Oficio ejerce el más viejo trabajo de todas las torturas, hay mujeres revolucionarias en un mundo de hombres y la brujería se mezcla con el dolor, la falta de sueño y el oscurantismo. Todo bajo un suelo de mierda y barro, de callejones oscuros y de una nueva Roma que acabó siendo un maquiavélico escenario de traiciones y bajos instintos, de supervivencia y mierdas varias. La peste no deja indiferente. Factura cuidada al detalle, cárceles en lo que todo era posible, entrañas urbanas de una gran invento que no pudo terminar de materializarse. Y sí, Dios está en todas las putas del mundo. En ellas, también. Pero al final, como en casi todo, la mentira vence. La conspiración, los medios tiempos, la mirada perdida, el fuego inquisitorial, la mierda junto al río. Y únicamente queda luchar o huir, vender la gran mentira o coger el libro ajeno y partir a un Nuevo Mundo lleno de rufianes y de deshechos humanos. Todo es cíclico aunque la peste ya no esté aquí. Siempre habrá políticos disfrazados de santos que nos venden la pureza del asunto. Mentira sobre mentira. Y todo lo demás, también.