sábado, 24 de septiembre de 2016

Mr. Robot. Segunda temporada

Empiezo a ver Mr. Robot un 18 de julio. Un día para tirar(se) al mundo. Imaginad que la derrota es continua. Imaginad un república con un partido líder llamado (Tres)vergencia. Pensemos mal. Empieza Mr. Robot hablando de la belleza del deporte, con un partido callejero en el empiezan con triples y acaban con puños. Empieza Mr. Robot con un Elliot con una nueva rutina: hablar con un negro comediante rey del monólogo al que ve tres veces al día. Nuevas rutinas al lado de mamá, con el espectro de papá dando vuelta, con una escritura diaria en un cuadernillo mientras chorrea sangre imaginaria y mientras fregamos los platos y planchamos la ropa y hacemos tareas domésticas regladas en espartana rigidez. Pero también sale el señor Obama, ese inepto a la altura de Rajoy y Zapatero, el peor presidente de la historia de Estados Unidos a la altura de Jimmy Carter, hablando de ciberataques y que había que prever los ciberataques. Y los ataques en general. Ese 18 de julio, estaba todavía la sangre pendiente en Estambul y Niza, ataques con matices muy diferentes. Los sillones están para sentar(se) y Obama ha dejado de ejercer de emperador. ¿Quién nos lidera? ¿Qué podemos hacer para dejar de ser esclavos y pasar a ser simples peones? En Cuando la noche obliga, magnífica novela de Montero Glez, hay un tipo que se encarga de soldar los cojones de los toros de Osborne en la Baja Andalucía. Para empezar la revolución los soldaditos de la mano derecha de Elliot deciden cortar los santos cojones de una escultura destacada. ¿Y qué hacemos con los cojones? Selfies para todos. Cualquier cosa es posible. Si se sondeó al líder de los besos soviéticos, Domenech, para ser líder del Congreso de los Diputados en España, cualquier cosa es posible. Y si hay chantaje es que hay chantajistas. La primera frase de Mr. Robot hace referencia a la pregunta de que tiene la sociedad que nos decepciona tanto. ¿Tanto? ¿Mucho? ¿Glasnot? ¿Qué pasa si pones un Pistorius en tu vida? ¿Seguimos haciéndonos la pregunta con respuesta a partir de las doce de la noche? ¿Por qué tenemos miedo a olvidar las hemerotecas? ¿Cómo quitar(te) una máscara cuando deja de ser una máscara? ¿Sigue siendo la ópera hermosa? ¿Por qué nos planteamos un ciber Pearl Harbour?   Y si el banco nos roba, habrá que robar el banco. No queda otra. Y quemar el dinero, o incluso obligar a quemar el dinero. Todos somos actores de las crisis: de la cibercrisis, de las económicas de 2007, 1992, 1973 o 1929, de las políticas de 1914 o 1939. Actores principales, actores de reparto, elementos de guión que chirría una y otra vez, que necesita bisagras nuevas y nuevos dispositivos para no envejecer en tres meses como cualquier móvil que utilicemos. Nos gusta que nos peguen, nos gusta que nos tomen por imbéciles porque no actuamos. No actuamos un 26 de junio ni lo hicimos un veinte de diciembre. Somos hijos de perra, y, como buenos hijos de perra, solo comemos y dormimos, porque cuando tenemos la posibilidad de cambiar las cosas, vegetamos. Somos lechugas luchando contra cyborgs, enanos políticos con pies de barro contra el Arca de Noé de la maldad. Tal que así. Pero seguimos acudiendo a nuestra particular cancha, seguimos viendo partidos de baloncesto aunque fueron muy pocos los que vieron el mejor partido de baloncesto de la historia como un día nos contó Trecet. Y cuando nos pegan, queremos más: no basta con el labio roto. No, necesitamos más. Necesitamos que el Exxon Valdés derrame su crudo sobre nuestra puta cabeza. Necesitamos una colonoscopia con toda la mierda del Prestige entrando en dirección contraria. Así nos va, y así nos seguirá yendo. Siempre. Aunque sacrifiquemos actores secundarios, los erdoganes de la vida siempre siguen en su puesto; aunque en una reunión, en un mitin, en un partido de fútbol, silbemos el himno nacional, siempre ganarán los mismos. Y, como cantaba La Habitación Roja, nunca ganaremos el Mundial. Hasta que nos lo planteemos. Hasta que el cibertikitaka se lo crea y lo cambie y las murallas caigan como lo hicieron en la Revolución Francesa. Siempre es más fácil escupir en el mar que gritar en una mezquita. Siempre es más fácil asaltar una capilla católica que decir buenos días al entrar a un vagón del tren de media distancia. Pero tenemos que educar a los jóvenes en valores y en contemplar los partidos de baloncesto como joyas irrepetibles. No hay dos partidos de baloncesto iguales. Nunca. Podemos hablar de F. D. Roosevelt en una conversación y quedar bien, pero eso no va a hacer que salgamos de la crisis. Se acabó el tiempo de las promesas: solo queremos soluciones. Y si hay que ir de farol y colgar un teléfono, pues se cuelga. Ya está bien de que se financie la mafia a costa de nuestros madrugones. Ya está bien. Aunque si he de elegir un lugar donde morir, quiero morir en un bar, con una buen vaso de sidra en la mano derecha pero que no esté lleno de sidra. Ya me darán sidra los gusanos. Y siempre hay una reunión en la que hablar mal de Dios, y de las guerras que ha provocado y del motivo de la penumbra. Y siempre se puede delegar en alguien para llevar al ostracismo a dos tipos sin futuro. Y siempre se puede llevar al éxtasis a una pobre vieja liándole en condiciones dos buenos porros. Y siempre hay una máquina que nos responde en mitad de nuestra soledad. Y siempre una buena mano puede solucionar una mala noche. O no. Y hay un momento en el que el Adderall se acaba, y esos días sin dormir de actividad y palabras son un sueño dentro de otro pesadilla porque los fantasmas vuelven en persona. Otra vez. Otra vez la herida. Otra vez la bala. Otra vez las palabras. Otra vez no somos nadie sin estimulante del sistema nervioso. Ahora es tarde que diría el hombre de la camisa verde, que tanto sabía de pastillas, drogas, paranoias y jodiendas con vistas al lorquino. Y, en plan profético, escuchar voces. ¿Cuántas voces escuchó Jesucristo en su misión mesiánica? ¿Cuántas escuchó David intentando poner firme al personal? ¿Y Juan el Bautista? ¿Y Abraham? Será por voces. ¿Debemos hacer caso a las voces que vienen a nosotros? ¿Debemos jugar ante nosotros mismos? ¿Espejo y tablero de ajedrez en primera personal masculino singular? ¿Debemos siempre tener presente Madrid y Atocha? ¿Siempre? ¿Y si no necesitamos tener delante nuestra imágenes continuamente? ¿Y si realmente estamos siendo espiados las 24 horas del día? Minuto a minuto dudamos. ¿Y es posible que exista esa película llamada Masacre meticulosa de burgueses de 1984? ¿Se puede llegar a ese nivel de socialismo sin sentir rencor? ¿Se puede uno creer las mentiras que dice en voz alta? ¿Se puede creer? ¿Se puede? ¿Se? Y palizas, y mirar sin tener que mirar, y buscar un móvil en busca de una llamada de mamá. Y esos 18 minutos, de cachondeo dentro del drama, del inicio del sexto capítulo. Siempre hay un Alf que jode la democracia. Siempre. Un Rajoy de pacotilla. Un Rivera de palabras cambiantes. Un Sánchez llamado estornudo. ¿Y vivías en una cárcel o en la casa de tu madre? ¿Y la partida de ajedrez era real o era solo un sueño? ¿Y la llegada de White Rose? Y Alf otra vez en el recuerdo, en el recuerdo desde la naranja mecánica de la indumentaria carcelaria. Y subir puestos en la empresa a costa de lo que sea, y comer gambas en la reunión de trabajo porque lo único importante de la reunión de trabajo son esas maravillosas gambas. Y los huevos del toro de Wall Street abriendo informativos, abriendo The Newsroom. Y las demandas colectivas olvidadas, o casi olvidadas, y las protestas a las puertas de todos los grandes emporios. Y pasar 86 días a la sombra. Y ver que todo es mentira, y que la única manera de ganar, como en Juegos de Guerra, es no jugar. Jugar con cartas ajenas no sirve de nada. Absolutamente de nada. Escupir, de nuevo, a la bahía. La huída como forma de vida, el dolor como respuesta, la protesta como ADN. Y todo lo demás.