viernes, 22 de junio de 2012

El laberinto del Albayzín

Leyendo El laberinto del Albayzín he recordado que dejé a medias La Montaña Mágica de Thomas Mann y que La Odisea es inacabable. Y no me preguntes si he leído a Chesterton ni como es el verano en Hollywood. Después de la historia de Pantanosa, Francisco Miranda Terrer recupera la historia de ese tipo insomne y desorientado, que entre Pantanosa y Granada, entre desintoxicación y viajes de todo tipo busca su lugar en el mundo. La existencia, siguiendo el modelo medemiano, va acompañada indefectiblemente de angustia. No queda otra. Pero siempre tenemos a mano algo que nos ayuda a atenuarla o alejarla, aunque sea por momentos. Da igual que estés en una habitación negra, con el cuerpo bien atado al catre horizontal. Todo tiene solución, siempre hay un escape. Y más problemas. Y cuando no te traen libros, te encuentras desorientado. Hacía tiempo que no leía una conjugación del verbo endilgar, esa que antes tanto utilizaba mi padre. Todos hemos jugado al baloncesto solos cuando no había más remedio, todos hemos hecho de Shaq fallando tiros libres. Y esa soledad da que pensar, pero pensar te mete en líos. Y en mitad de un encierro, una Tere (o ponle el nombre que quieras, una Darby Shaw pelicanera) que te visita, te recuerda que la esperanza existe, que Dios ha creado seres maravillosos que incluso te visitan en un hospital. Y nada como mear en las calzadas, mientras no sea en Tobarra. El primer capítulo, Hybris, desde el inicio hipocrático, me desconcertó. Está muy por debajo del nivel de Pantanosa, que se recupera a partir del capítulo número dos. Y ahí aparece la tierra soñada, Granada. Y los que estamos más cerca de los cuarenta que de los treinta, seguimos pensando en pesetas. 60.000 pesetas mensuales. Con ese dinero yo no hubiera pisado una facultad en todo el curso. Seguro. Segurísimo. Y las duchas frías, y vecinas con nombres de pintoras, y todo cerca, y encerrarte a leer Las mil y una noches, y encontrar a un melillense-alemán porrero como el que más en el que refugiarse, y lo aburrido del Derecho, aquí y allí, siempre la misma mierda, y el frío que se mete en los huesos, y la ausencia de la Hache mayúscula, y el refugio como supervivencia, y escribir y publicar, y volver a escribir, y el Retrato del libertino una y otra vez, hasta la extenuación, y La isla del tesoro, y el ron pálido, y The Doors, y Los Planetas de Una semana en el motor de un autobús, y las putas picasianas, y el arte epistolar recíproco, y los Viajes de Gulliver, y las sonrisas hiperiónicas, y huir (no solo del frío), y escapar, y sueños jüngerianos, y la astronomía y la astrología como válvula de escape, y la decepción vecinal, y la barba larga, y la guerra de Kosovo y un noventa y nueve que recordar. Y en Antipsiquiatría, como si de una canción de Lou Reed se tratara, es el abandono de todo aquello que da placer (vulgo, prohibición), y engordar, y hacer puzzles, y olvidarte de esa línea de autobuses número 1 que te llevaba al polígono donde encontrar algo en lo que olvidarte de la vida. Medicinas, cafeína, cigarros y poco más. Un puto robot, al que desenchufan y vuelven a enchufan, como esas promociones de los periódicos, como esa canción de los Stone Roses que tarareas pero que no sabes ni una de sus letras. Pues eso, que, antes o después, te pilla un médico y te hace un jodido chiste ambulante, la antítesis de lo que quieres ser. Y, para acabar, un viaje a Santorini por las oportunidades perdidas, por los amaneceres olvidados, por lo que hay que hacer y por lo que no hay que decir, por el miedo a caer al abismo. Y todo lo demás. Coda: Y aún podemos recrearnos en ciertas auroras, sean lejanas o cercanas.

2 comentarios:

jm dijo...

Me lo apunto. Más cerca de los cuarenta que de los treinta. Te pilla un médico y te otorga un paquete de achaques y enfermedades nuevas, descubriéndote nuevas puertas al dolor.

supersalvajuan dijo...

Que por nadie pase.